miércoles, 18 de marzo de 2015

Decisiones


Siempre que estoy a punto de tomar una decisión importante me pongo nerviosa. Son días (montones de días, por lo general) en que cada vez que mi mente vuelve a ese asunto me da dolor de cabeza y de panza, me sube una sensación extraña en la garganta (esa especie de cosquilla que anteceden al llanto o a la arcada) y me entran unas ganas terribles de llorar. El corazón y la cabeza me pesan toneladas y no me soporto.

Pienso y pienso y sigo pensando pero por mucho que repase los escenarios posibles en mi cabeza nunca termino de optar por nada porque ¿qué pasa si me equivoco?

En el transcurso de menos de 24 hs. dos personas muy sabias que tengo la fortuna de tener en mi vida me dijeron lo mismo: quizás la decisión ya la tomaste pero seguís diciendo "creo" para no aceptarla en voz alta.

La decisión tomada tiene algo de irreversible que me asusta sobremanera.
Es el miedo de decir "si esto entonces no lo otro".

El miedo a dejar de tener otra opción.

Cuando en realidad opciones siempre hay. Sólo que después de tomar una decisión, las opciones cambian y pasan a ser otras, diferentes. Esa opción que descartamos desaparece, al menos inmediatamente (nada quita que pueda volver a aparecer más adelante, porque ¿quién sabe cómo serán las vueltas de la vida?) pero aparecen otras. 

Vivimos inmersos en opciones y el proceso más básico y esencial de la vida es decidir, incluso cuando no somos conscientes de ello.

Y sí, me da miedo perder esa opción.
Y sí, me da miedo estar equivocándome,
o eligiendo por los motivos equivocados.

Pero estoy cansada del dolor de panza, de la angustia, de ese no-saber que tiene a mi cabeza volviendo una y otra vez al mismo asunto, de tener siempre algo que decir en la punta de la lengua y tragármelo y que las palabras bajen por mi garganta trabándose en todos lados.


Me voy a dar un par de días más (un par, Sofía, no un mes y medio: un-par) para volver a poner todo en la balanza y meditar. Cuáles son los motivos reales que me empujan en una y en otra dirección -no las excusas, sino los motivos reales, que no son los mismos-, qué gano, qué pierdo -siempre que se elige se pierde, por eso el miedo-, qué puertas se abren y cuáles se cierran, si hay caminos para volver si me equivoqué, pero sobre todo, qué me va a sacar este peso y esta angustia de encima, dónde me esperan las posibilidades más emocionantes y prometedoras. Qué es lo que quiero hacer, antes de qué me siento obligada a hacer.  


Y después decidir y pronunciar en voz alta la decisión ante quien corresponda para que se vuelva,

por fin, 

real

para acabar con la maldición de que mi cabeza vaya a mil y se enrosque y se niegue a detenerse cuando el corazón ya encontró eso donde por fin puede reposar feliz.


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